Extraño esa manera en que mirabas las cosas. Las destruías. Aniquilabas y volvias a empezar. Tenías la mirada hecha trizas escondías deseos que no podías contar y que te hacían tan valiente.
Extraño tu caminar contracorriente, tus luchas en soledad, tu negrura más negra que la noche, tu voz firme y, a veces, tan risueña. Las paredes empapeladas de tus miserias que mostrabas con tanto orgullo. Siempre humano. Más humano que aquel que vendió su alma al destino impuesto, vomitivo y amargado.
Las mañanas se convertían en el momento preciso donde ir a buscar lo que nadie veía, y en ese viaje de soledad absoluta, estabas ahí, parado, desnudo, agotado, feliz, llorando, esperanzado, suspirando: Era tu gran batalla. La que habías decidido continuar, nunca olvidar, morir allí.
Tus dedos respondian lo que precisamente querías. Tus pasos avanzaban sobre una superficie que no dañaba. Y en pleno movimiento, amanecias. Todo el tiempo, todos los segundos.
El corazón no se sentía latir. No hacía falta. Todo era corazón. Todo eras vos y los misterios. Vos y el universo despertando a las musas y en pleno juego de niños, brillando nuevamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario